Andá a que te cure el logos. Apuntes sobre el valor terapéutico y apotropaico del discurso lingüístico
Por León Mtz. Velazco, estudiante FHCE/FCS
Me acuerdo del sueño en particular, no es importante, eran seres xenomórficos y sexuados a la manera humana, había música, un cadillac —aunque yo no supiera por aquel entonces que ese auto era un cadillac—, y había tipos extremadamente yanquis; estaba, probablemente, influido por una nueva exposición a los rayos catódicos, y empezando a consumir otro tipo de cine. Una insustancialidad que explica la pesadilla.
Mi madre me dijo que si contaba el sueño se iba y me quedó, sospeché, y un buen tiempo, cosa que excedió la infancia, pero resultó que no era una sabiduría chamánica o folclórica. Me lo crucé en algún tomo grueso, buscando arreglar algo con otra persona, superfluo y circunstancial: Freud junto con su maestro habían llegado, muchísimo tiempo antes, en 1893, a una proposición interesantemente similar al respecto: los traumas desaparecen inmediata y permanentemente si se logran describir a lujo de detalle con palabras. El problema, dicho por ellos, es que sea casi imposible de poner en palabras.
Estoy seguro —lo sé— de que tampoco fueron los primeros en llegar a eso, y que deben haber mejores ejemplos que los que conozco, y eruditos sobre el tema en algún lugar oscuro —y lacaniano—. Un antecedente que salta a la luz es Antifonte de Atenas, en el siglo V a.C., que abrió, como quien tiene un quiosco, una suerte de consultorio a nuestros ojos posmodernos donde curaba la depresión de los corintios con discursos personalizados. El valor terapéutico del logos se volcaba en el sistema de pensamiento médico en aquellos tiempos presocráticos —recordemos a los sofistas que tanto odia nuestro archiconocido Aristocles— tanto como robustece al psicoanálisis de nuestro tiempo.
La noche antes de la batalla de Salamina —la isla del homónimo de una de las no tantas tragedias griegas que conservamos, Áyax, hijo de Telamón señor de la isla de Salamina, rodeada por el mar…— los generales griegos no se callaban la boca, se amanecieron en diatribas —poco digno habiendo otros métodos para amanecerse—, y en el campo de batalla arrasaron. Algo había, una cierta causalidad
Otra divagación puntillista: en mi vida solo conocí a una persona en cuidados paliativos por un cáncer incurable, grande de edad, viuda y sola, y en su última noche, dejó todas sus fuerzas en un discurso eterno, habló desde las 12pm hasta las 12am, doce horas ininterrumpidas de desvaríos y recuerdos, de distorsiones y broncas y agradecimientos. Y cuando se terminó, suspiró un punto, había terminado su largo discurso, imaginemos que Nikita Kruschev en 1956 con cuatro horas de discurso movió los cimientos del mundo soviético, girando el globo dentro de una polarización terrorífica, no se me ocurre pensar en algo así con 12 horas que no fuera en la órbita de la intimidad. Y murió, y Kruschev también, y en realidad todas las palabras.
Según Voloshinov el signo lingüístico es neutro, lo que sucede es que refleja y refracciona —distorsiona— la realidad que lo circunda —social—, los conocimientos de la mente humana, que aumentaron considerablemente desde los tiempos de Voloshinov, parecen colindar con algunos estudios de la filosofía del lenguaje. Las zonas del cerebro en las que intercambios y conexiones neuronales generan el lenguaje están diametralmente lejos de aquellas en las que se encuentran nuestros sistemas de autoconciencia —que son dos de sendos tipos—, como si el lenguaje estuviera hecho para informar de lo que hay allá afuera y no para hablar de nosotros mismos, lejos de nuestros sentimientos y nuestra propiocepción, un elemento distante y neutro. Voloshinov suelta un problema para el futuro: el discurso interno, teniendo en cuenta lo que se sabe actualmente del cerebro, ese parece un problema todavía más complejo.
Y todo esto no va a llegar acá a ningún conocimiento de tipo positivo, pero tiene que constar en un mundo en el que todos pedimos la palabra, y vamos a terapia, y se nos entrecruzan los discursos, donde los medios parecen más que redes: gigantescas masas de agua oceánica, con la liquidez de Bauman y el realismo capitalista de Fisher. Más allá de todo ese ruido, el crush de los mass media, y todas esas bagatelas conceptuales, lo que importa es no perder la palabra como no se deben perder la comida ni la medicina.
Sostener el reflejo y la refracción de las ideas; seguir buscando la quimera de la palabra justa, el discurso oportuno.